El barril de amontillado (título original en inglés: "The Cask of Amontillado"), también conocido como "El tonel de amontillado", es un cuento del escritor estadounidense Edgar Allan Poe publicado por primera vez en 1846.
En plenos carnavales de alguna ciudad italiana del siglo XIX,
Montresor busca a Fortunato con ánimo de vengarse de una pasada
humillación. Al hallarlo ebrio, le resulta fácil convencerlo de que lo
acompañe a su palazzo con el pretexto de darle a probar un nuevo vino. Lo conduce a las catacumbas de la casa, y allí consuma su venganza.
Fuente: Wikipedia
OPINIÓN
Bien es conocida la inquietante escritura de Edgar Allan Poe, pero este cuento se lleva el merecido adjetivo de sádico y macabro.
Escrito en su última etapa de vida, se nota el tono de desencanto con la misma, la forma en la que transmite el ansia de venganza es espeluznante, pone los pelos de punta.
Este cuento está catalogado como uno de los mejores del mundo por la crítica especializada. Coincido con esta opinión, en muy pocas líneas se teje una historia que muchos libros repletos de páginas son incapaces de transmitir. Por esta, y otras muchas obras, Edgar Allan Poe está considerado uno de los Universales.
Recomiendo su lectura, no tardarás más de diez minutos en ello, pero se advierte que la historia no te dejará indiferente. Más abajo está el cuento completo.
Sabe a vino
Amontillado Príncipe de Barbadillo - Palomino Fina | 19,5º
Precio aprox, 19,00 €
Los amontillados son unos de los vinos más interesantes dentro de los
vinos de Jerez. Se crían primero como manzanilla con crianza biológica
bajo el "velo de flor" durante 8 años y luego pasan a un crianza
oxidativa durante otros 7 años. Un total de 15 años de crianza que
aportan al vino matices extraordinarios de ambas crianzas.
Vista:. De bonito color ámbar, característica típica de los amontillados. Limpio y brillante.
Nariz: Intensa nariz, elegante y seductora. Notas salinas, de avellanas y tostados.
Boca: Buen equilibrio y estructura, largo recuerdo. Apreciamos la sequedad típica de los amontillados que refuerzan su complejidad. Buen postgusto.
EL BARRIL DE AMONTILLADO
Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato.
Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la
naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara
la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería
vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma
decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte.
No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda
sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin
reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él
quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a
Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué,
como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi
sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos,
era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía
siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero
talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia
a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a
los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas,
Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en
cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería
extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a
vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad
de éstos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval,
encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido
mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido,
un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo
cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber
estrechado jamás su mano como en aquel momento.
-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro
afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido
un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en
pleno Carnaval!
-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a
cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado,
sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la
ocasión.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y he de pagarlo.
-¡Amontillado!
-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a
buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...
-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede
competir con el de usted.
-Vamos, vamos allá.
-¿Adónde?
-A sus bodegas.
-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo
que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
-No tengo ningún compromiso. Vamos.
-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que
tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están
materialmente cubiertas de salitre.
-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han
engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz
de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por
él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para
celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no
volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no
estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo,
para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las
espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de
ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el
abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y
tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme.
Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a
otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro
cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
-¿Y el barril? -preguntó.
-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos
festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que
destilaban las lágrimas de la embriaguez.
-¿Salitre? -me preguntó, por fin.
-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa
tos?
-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos
minutos.
-No es nada -dijo por último.
-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa,
amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo
lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es
distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa
responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará.
No me moriré de tos.
-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención
alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le
defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en
una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una
pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno
nuestro.
-Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.
-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.
-He olvidado cuáles eran sus armas.
-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una
serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
-¡Muy bien! -dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También
se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por
montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más
profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a
coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si
fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las
gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes
de que sea muy tarde. Esa tos...
-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro
traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de
un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la
botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento
grotesco.
-¿No comprende usted? -preguntó.
-No -le contesté.
-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
-¿Cómo?
-¿No pertenece usted a la masonería?
-Sí, sí -dije-; sí, sí.
-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
-Un masón -repliqué.
-A ver, un signo -dijo.
-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta
de albañil.
-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin,
vamos por el amontillado.
-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole
de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del
amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos,
avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la
impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más
apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían
sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima
de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados
del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos
por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la
pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos,
veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres
de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido
para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de
los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se
apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida,
trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía
distinguir el fondo.
-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera
Luchesi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro
paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido
su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo
conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de
hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su
cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos.
Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y
retrocedí, saliendo del recinto.
-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que
sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que
regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo
antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de
su asombro.
-Cierto -repliqué-, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a
que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto
cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la
ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas
había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta
de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer
indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del
recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo
y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la
tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El
ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él,
interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se
apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin
interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces
a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por
encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se
hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la
garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia
atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y
empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de
reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de
piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces
a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en
extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado
fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de
la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que
luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria.
Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta.
Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del
noble Fortunato. La voz decía:
-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo
que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro
vino! ¡Je, je, je!
-El amontillado -dije.
-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde?
¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
-Sí -dije-; vámonos ya.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me
impacienté y llamé en alta voz:
-¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
-¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio
que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo.
Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las
catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en
su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua
muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha
tocado.
In pace requiescat!
No hay comentarios:
Publicar un comentario